Ya lo decía hace tiempo: la vida es pura contradicción.
Una calle de apenas cinco metros divide la guardería del barrio de un nuevo geriátrico. Un retiro para mayores de esos subvencionados. Nuevo. Muy bonito por fuera. Los que en esa calle conviven -unos y otros- casi se dan la mano. En todos los sentidos. Cercanos en el tiempo según se mire: unos acaban de llegar de la nada, de una explosión, de no sé donde; otros, lamentablemente para los suyos –espero-, a punto están de dirigirse a aquél lugar del que ¿proceden aquéllos?
(Perdonad la franqueza) Todos ellos –los de un lado y otro- babean, tienes escapes, hay que limpiarlos, darles de comer y, a veces, a penas se les entiende. También agotan la paciencia, seguro, de quienes velan sus acciones.
Resulta contradictorio que, empezando a ver el mundo que les dejamos, aquéllos se parezcan tanto a esos otros cuyo ocaso está ya próximo. Y por raro que parezca no son iguales, no son lo mismo. Otra vez la maldita contradicción vital.
Pensando en alto, es curioso que, aunque nos quede lejano, ayer balbuceábamos a dos palmos por encima del suelo. Lo sabemos a ciencia cierta; aquellas fotos manidas, amarillentas, testigos del tiempo pasado, siempre nos recuerdan esa etapa. Pero resulta todavía más curioso el hecho indisoluble a la condición humana de no dedicar unos segundos a pensar que algún día, más pronto que tarde, vamos a estar a dos metros del suelo. Y antes nos limpiarán las babas y los escapes, nos darán de comer, y a penas se nos entenderá al hablar…
domingo, 25 de julio de 2010
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