Allí, en el viejo arcón, olvidada hasta del polvo, encontré una caja de música. Le pregunté a la Abuela, y con una sonrisa pícara me contó que en esa pequeña caja guardó sus secretos hace mucho tiempo. “Dale cuerda” –me dijo-. Y comenzó a sonar -como no podía ser de otra manera- “El lago de los cisnes”.
Cabeza al techo, sonrisa melancólica, ojos vidriosos... Quién sabe que recuerdos le vinieron a la Abuela en ese momento.
Pero, ya no quedaba nada en la caja. Sólo el doliente movimiento de la bailarina al son de la sempiterna pieza musical (la banda sonora de los momentos tristes). Se evaporaron todos los secretos de la abuela; sus pendientes de fiesta, el mechón de cabello, y las palabras de algún enamorado.
Mientras la frágil bailarina repetía su baile de siempre, la paulatina pérdida de la memoria más inmediata, no le impedía a la Abuela retener con claridad los recuerdos del ayer. De ese ayer que contemplaba llantos al son de “El lago de los cisnes” y el giro monótono de una pequeña bailarina con faldellín que tantas veces acompañó esa melodía.
En realidad, pensando en alto, creo que la caja de música debería haberse quedado en su sitio, olvidada hasta del polvo. Al menos por lo que a mí respecta.